El poeta estaba loco. Fugado de un manicomio, se escondió en una oscura cueva habitada por la demancia de un cazador loco cuyo único fin era encontrar el oso negro. Dicha demencia entró en el cuerpo del poeta loco y aumentó aún más su insania.
El poeta empezó a escribir sonetos sobre la muerte del oso negro, describiendo cómo el cazador que llevaba años acechandole rebanaba su cuello y se manchaba las manos de esa sangre oscura y deliciosa. Disfrutaba contemplando las fauces de la bestia y pensando cuántas víctimas habrían caído en ellas. En aquel instante, poeta y cazador se fundieron en uno, llevando al límite a un pobre hombre. Bajo sus pies, descansaba el cuerpo del oso negro, le arrancó la piel de cuajo y se cubrió su débil cuerpo. Se sentía poderoso: estaba cubierto por la sange y la piel que le habían llebado a la demencia.
El lápiz del poeta no paraba de moverse, cada vez, estaba más sediento de la sangre del animal y el lápiz destripaba las hojas como el cazador destripaba el oso. Su sed no tenía fin y sus manos tampoco veían el desenlace de tal atrocidad.
Días después, apareció el cadáver de un hombre delgado, con el rostro apagado y la ira en la mirada. Estaba desfigurado, tenía rasguños por todo el cuerpo y un cuaderno bajo el brazo.
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